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Italia...

  • Foto del escritor: Ivonne Casado
    Ivonne Casado
  • 18 abr 2015
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 23 abr

Más de un suspiro se queda en este país… Cuánta belleza en cada ciudad y en cada rincón. Cuánta musicalidad en su lenguaje. Cuánta pasión en sus calles y en su gente. Cuánto sabor y alegría en cada gelato. Cuánta emoción en cada sorbo de vino y bocado de pasta. Cuánto y cuánto más…


Hoy regreso después de 10 días recorriendo este maravilloso país, de sur a norte y de occidente a oriente. Así como mencioné hace unas semanas, siento que no solo fue 2014 un año de transición; este viaje me ha mostrado que esa transición continúa, y tal vez eso es lo ideal. Estos días fueron como una gran montaña rusa: momentos muy, muy altos seguidos de caídas con esa sensación de vacío en el estómago, pero con la certeza de que volvería a subir. Risas, lágrimas, vinos y helados acompañaron esta aventura.


Desde hace 10 meses no había dejado a mis hijos solos. Incluso me cuesta cuando están con sus abuelos un fin de semana, porque hemos sido como los tres mosqueteros: inseparables en días, noches, viajes, confesiones, comidas, juegos, películas, desayunos y al momento de ir a dormir. Esa cercanía me hizo sentir la primera oleada de culpa al planear este viaje: ¿Debería quedarme seis días más tras mi viaje de trabajo a Roma? ¿Soy una buena madre por dejar que pasen la Semana Santa con mi mamá y sus primos, en lugar de estar con ellos?


Es difícil combatir esa culpa que viene de afuera. Pero también entendí que cuando nos cuidamos y estamos bien, nos damos mejor a quienes amamos. Aunque 10 días sin mis hijos han sido una eternidad, muero por esos cuatro bracitos rodeando mi cuello como las mejores joyas. Pensé que esa culpa sería el tema más difícil de enfrentar en este viaje, pero cuál fue mi sorpresa al encontrar tantas emociones que necesitaban liberarse. Durante mi estancia en Roma, como parte del viaje de oficina, asistimos a la Audiencia Papal en la Plaza de San Pedro. Pasamos dos horas bajo una lluvia torrencial, rodeados de personas de todo el mundo, bajo ponchos y paraguas que llenaban la plaza de colores. Al ver al Papa y escuchar sus palabras en varios idiomas, algo en mí se rompió.


No sé si fue la lluvia, que pareció filtrarse hasta lo más profundo de mi ser, o si fue el ver a tantas familias juntas —abuelos, hijos, nietos, bisnietos— abrazados y unidos. De pronto, me di cuenta de que no había tenido tiempo para llorar. Mi fuerza, la que siempre muestro frente a mis hijos y al mundo, se desmoronó. En ese momento, en medio de tantas personas, dejé salir lo que llevaba retenido desde hace tiempo: mis duelos, mis miedos, mi fragilidad.


Agradecí ese momento. Agradecí las lágrimas derramadas y el espacio que se abrió dentro de mí. Desde ahí, seguí disfrutando de Roma y sus maravillas, rodeada de compañeros y amigos, con conversaciones, bailes y muchas, muchas comidas deliciosas (¡ay, cómo se come en Italia!).


El recorrido continuó y, mientras escribo estas líneas en el avión de regreso, no puedo dejar de agradecer todo lo vivido: tomar una copa de champaña en la Plaza de San Marcos en Venecia, recorrer sus canales en góndola, caminar por las calles-museo de Florencia, quedar maravillada ante el David de Miguel Ángel, perderme en los paisajes de la Toscana, admirar la elegancia de Milán, estar bajo el balcón de Julieta en Verona, y comer helado mientras paseaba por Siena y Asís. Cada momento fue un sueño hecho realidad. Cada lugar me robó un suspiro y una sonrisa. Sin embargo, en medio de tanto romance y pasión, también sentí vacíos. Las bajadas de esta montaña rusa dolieron.


En esos momentos recordé que, más allá de ser mamá, también soy mujer, con deseos de amar y ser amada. Deseos de encontrar y ser ese valiente que se arriesga a decir: “Mi apuesta eres tú.” Las lágrimas que salieron en Venecia y Florencia, mientras cruzaba sus canales y ríos, ayudaron a limpiar mi corazón y liberar lo que aún quedaba dentro.


Hoy regreso con el corazón más limpio, los ojos brillantes y el alma agradecida. Agradecida por haber tenido este encuentro conmigo misma, con mis duelos, miedos y emociones. Agradecida por las personas maravillosas que me rodean: mi mamá, que cuidó a mis hijos mejor que yo misma podría haberlo hecho; mis compañeros de viaje, que con un abrazo en el momento justo o una caminata infinita me acompañaron a liberar y sanar; y aquellos que, desde la distancia, siempre están conmigo, incondicionalmente.


Regreso enamorada. Sono in amore con l’Italia. Pero, como alguien me dijo, regreso enamorada de Italia, no de un italiano, ni de un colombiano, ni de ninguna nacionalidad. Regreso enamorada del encuentro que tuve conmigo misma, en una tierra llena de magia, pasión, historia y encanto.


Hoy digo: “Arrivederci, Italia.” Y lo digo con unas ganas infinitas de volver.

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